Estos días se puede ver en la sala Jardiel Poncela del Teatro Fernán Gómez. Centro Cultural de la Villa la obra Tea Rooms. Bajo la dirección y la dramaturgia de Laila Ripoll, esta creación nos muestra sin ningún tapujo la vida de varias mujeres de un pasado que, en ciertos momentos, parece presente. Miseria, sufrimiento, anhelos o sueños son el hilo conductor de una historia que impacta por su verdad y crudeza.
Esta creación parte de la obra de Luisa Carnés. Autora olvidada perteneciente a la llamada Generación del 27, reflejó como nadie el sentir de las mujeres de los años 30 contando con su propia experiencia al haber trabajado en un salón de té. Y así, nació la novela homónima, con el subtítulo de “mujeres obreras”, que ha dado pie hasta este trabajo teatral de una calidad suprema.
En el texto, se cuenta la historia de Matilde, una chica de familia humilde que, después de dar algunos tumbos, termina como dependienta de un salón de pasteles en el centro de la ciudad. Allí conocerá a varias compañeras que, con su forma de ser, reflejan el sentir de las mujeres en un mundo en el que a una casada no le estaba permitido trabajar. Juntas vivirán varias jornadas extenuantes por muy poco dinero, siempre con la vigilancia de la encargada, en su misma situación, pero con la indecencia de permitirse mirarlas por encima del hombro, y del “ogro”; ese dueño que no permite ni un error en una palabra. Pero, dentro del duro trabajo, también surgirán lazos de amistad y saldrán a la luz las esperanzas y también los derrumbamientos de cualquier alma en juventud. A pesar de que los tiempos sean convulsos y de que siempre haya habido clases.
Ripoll ha sabido captar toda la esencia de la obra y la ofrece al público, quien se pregunta por qué no había conocido antes a esta autora originaria del Barrio de las Letras donde tiene una placa dedicada a su memoria. La adaptación es muy fiel a la novela, hasta incluir frases claves y demoledoras como “aquí no son ustedes mujeres; aquí no son ustedes más que dependientas”, aunque se hayan eliminado algunos personajes en escena, como es la figura de Paco, el cocinero, o la de Esperanza, limpiadora del local. Todo tratado con unas aparentes belleza y pulcritud cuando, en el fondo, como dice Matilde, todo está podrido. Desde la injustica en el salario hasta un despido improcedente ante el que no se hace nada.
Todo ello llevado a cabo por un equipo coral de varias mujeres que realizan su trabajo a la perfección, dando todo el sentido a cada uno de sus personajes; incluso, a veces, en dos de ellos. Todas se merecen elogios, pero, en esta ocasión voy a destacar a tres: Paula Iwasaki interpreta a Matilde de una manera tan magnífica que parece que ha hecho carne la letra de Carnés. Sobre todo a la hora de darle seriedad y templanza, como las que su personaje presenta en la obra original. Por otro lado, Carolina Rubio da vida a dos personajes diferentes, Rosa y Laurita, con una brillantez absoluta teniendo en cuenta que las dos son de clases sociales distintas, al igual que sus personalidades. Para ello, no duda en cambiar su declamación de tono y lograr que el público se emocione y ría con sus interpretaciones. Para terminar, Silvia de Pé, brillante actriz, como ya ha demostrado en su trabajo en El caballero incierto (obra de Ripoll también basada en otra obra literaria, en este caso de Rosa Montero) que da vida a la encargada con el tono necesario para mostrar la falsa superioridad y la antipatía que requiere el personaje. Completan el reparto María Álvarez que da vida a Antonia, una mujer que lleva mucho en ese salón subyugada, Elisabet Altube como Trini, la más revolucionaria de las empleadas, y Clara Cabrera que da vida a Felisa y Marta con sus locuras y su pobreza.
En cuanto a los aspectos técnicos, destaca sobremanera la escenografía. Diseñada por Arturo Martín Burgos y realizada por el equipo del Fernán Gómez, está construida con esmero y dedicación haciendo que, desde el minuto uno, el público se encuentre inmerso dentro de un salón de té de la época. No faltan los pasteles, el papel para envolverlos o la máquina registradora. Tampoco el sueldo embaldosado, que llena toda la sala, o el escaparate con un videoescena diseñada por Emilio Valenzuela. Todo ello de gran calidad, recordando a los trabajos de antaño y lejos de la también opción minimalista de los últimos tiempos. Lo único negativo es que, dependiendo del asiento, el público tiene algunas dificultades para seguir lo que pasa en la zona donde se encuentra la encargada y en la que se encuentra el teléfono. Muy esquinados, se necesita mover mucho la cabeza para no perder visión de lo que allí pasa.
En la misma línea se encuentra el vestuario, realizado por Almudena Rodríguez Huertas, muy fiel a la época, incluso consiguiendo el desgaste necesario de las prendas que necesitan hablar porque han pasado por varios manos antes de llegar a su actual dueña. También destaca la iluminación de Luis Perdiguero, que nos orienta en las escenas y también da voz a las mujeres.
Tea rooms es una obra imprescindible que remueve conciencias, siguiendo la estela de Las hermanas de Manolete, a la vez que nos hace revivir lo que pasó para seguir luchando en los tiempos que corren en los que todavía se diferencia entre los que nacen usando la escalera principal y los que tienen que subir por la de servicio.
Tea Rooms cuenta la historia de varias mujeres, empleadas de un distinguido salón de té cercano a la Puerta del Sol. Son Antonia, la más veterana; Matilde, alter ego de la autora; Marta, la más joven, a la que la miseria ha vuelto valiente y decidida; Laurita, la protegida del dueño, frívola y despreocupada; Teresa, la encargada, el perro fiel, siempre defendiendo a la empresa… Son mujeres acostumbradas a obedecer y a callar, acostumbradas a estirar un jornal que no da ni para comprar un billete de tranvía. Son mujeres que sufren, que sueñan, que luchan, que aman… Y Madrid siempre de fondo, un Madrid convulso y hostil, enorme y vivo.
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