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El maniquí del deseo: Bellmer y Kokoschka

Están en todas partes. Fuera y dentro. Nos observan mientras cruzamos las calles. Altos, bajos, realistas, estilizados, masculinos, femeninos y asexuados. Sus miradas vidriosas se clavan en nuestra espalda. Se parecen a nosotros pero no son como nosotros. Ellos, al menos, no se mueven. ¿O sí? A nadie le sorprende ya la grotesca apariencia de los maniquíes, mudos compañeros de nuestras modernas ciudades que habitan en esa tierra fronteriza que es el escaparate de cristal.

Fotograma de Maniac (William Lustig, 1980) en el que el protagonista, asesino en
serie, observa un maniquí con el cabello de una de sus víctimas.

A pesar de su cotidianeidad, aún son capaces de provocarnos un escalofrío en la espina dorsal con su apariencia artificialmente humana. La industria cinematográfica de terror se ha aprovechado de este miedo en múltiples ocasiones –cómo olvidar el destino de las mujeres asesinadas en Maniac (William Lustig, 1980) o aquella célebre escena en el desván de Los Otros (Alejandro Amenábar, 2001)-, a lo que hay que sumar el parentesco que estos objetos guardan con muñecos, robots, títeres y marionetas, habituales moradores de las películas más escalofriantes. Incluso la industria del videojuego se ha aventurado a explorar su simbolismo en la franquicia Silent Hill como un reflejo de los anhelos subconscientes de los protagonistas. Los artistas del surrealismo ya se dieron cuenta de esta conexión en la década de los 30 e incorporaron el maniquí y la muñeca a su particular imaginario.

Autómata del Centre International de la Mécanique d'Art, en Suiza.

Autómata del Centre International de la Mécanique d’Art, en Suiza.

Podemos remontarnos al siglo XVIII, cuando los autómatas se hicieron populares en la literatura de la época y la filosofía comenzó a considerar el cuerpo humano como una máquina, lo que nos acercaba a estos ingenios mecánicos. Sin embargo, sería en las primeras décadas del siglo XIX, al compás del movimiento romántico, cuando el doble del hombre se volvió un tema recurrente en relatos como los de Hoffmann (El hombre de arena, 1816) o Mary Shelley (Frankenstein o el moderno Prometeo, 1816), cuyo eco reverberó hasta el siglo XX con las obras El Golem (Gustav Meyrink, 1915), La Eva futura (Villiers de l’Isle Adam, 1886) y la corriente cinematográfica del Expresionismo Alemán. Tras el abatimiento de la Primera Guerra Mundial, los maniquíes y muñecos se convirtieron en símbolos nostálgicos de la humanidad perdida y rota, en objetos para reflexionar y proyectar ideales. Charo Grego, ensayista y crítica de arte familiarizada con el tema, ha recogido cómo con la llegada del pensamiento surrealista, estos objetos antropomorfos sirvieron a ciertos artistas para exteriorizar sus “deseos descarnados”, siendo los más célebres Hans Bellmer y Oskar Kokoschka.

Póster de la versión cinematográfica de 1931 de Frankenstein (James Whale).

Póster de la versión cinematográfica de 1931 de Frankenstein (James Whale).

Ilustrador de libros, dibujante y pintor, Hans Bellmer (1902-1975) trabajaba en Alemania cuando el ascenso al poder de Hitler en 1933 hizo que este cesara todas sus actividades artísticas en señal de protesta. Al mismo tiempo, decidió comenzar a fabricar “niñas artificiales”. No se sabe muy bien cómo se le llegó a ocurrir tal idea. Sí conocemos, sin embargo, varios factores que debieron influir: su madre le envió una caja de objetos infantiles que pudo desbloquear los recuerdos y traumas de su infancia; conoció a Lotte Pritzel, diseñadora de muñecas; y tuvo una relación complicada y a todas luces imposible con su prima Úrsula. Sufría, además, una obsesión por la mujer niña que estaba unida indisociablemente a su personalidad. Fueran los motivos que fuesen, en 1933 Bellmer se lanzó a fabricar una figura de madera articulada a la que bautizaría como poupée.

La Poupée, Hans Bellmer, 1934.

La Poupée, Hans Bellmer, 1934.

La muñeca, que fue mejorada en sucesivas versiones para alcanzar un mayor grado de movilidad y verosimilitud, cobró vida gracias a numerosas fotografías en blanco y negro, las cuales gozaron de bastante éxito entre los surrealistas franceses. Lo siniestro se apoderó de la poupée cuando Bellmer se dio cuenta de que podía desmontar, fragmentar, desdoblar y recomponer su creación a su antojo. Esta podía tener solo piernas o dos pares de piernas unidas por la cintura, podía tener sus pechos multiplicados o convertir sus axilas en su anatomía sexual. El deseo metamorfoseaba a la muñeca y era su única fuerza motriz. Las poses resultantes parecen improbables e imposibles, pero poseen una extraña condición que hace pensar al espectador que lo que está viendo, aún pese a la aparente artificialidad, puede en algún momento moverse y respirar. Es esto lo que provoca esa reacción de atracción-repulsión que estudió Freud en Sobre lo siniestro (1919), sentimiento que se acrecienta por el hecho de encontrarse la poupée en lugares cotidianos como una escalera o un árbol. A pesar de hacer las delicias de los surrealistas, la muñeca de Bellmer se resiste a ser poseída por nadie más que su creador, ya que no deja de ser el producto de una obsesión personal por la mujer niña, un objeto sexual tabú que el artista creyó superar como un antídoto con su propia fabricación.

La Poupée¸ Hans Bellmer, 1937.

La Poupée¸ Hans Bellmer, 1937.

También el deseo se apoderó de un capítulo de la vida de Oskar Kokoschka (1886-1980), austriaco que creció bajo el influjo de la Secesión vienesa. Su estilo pictórico acabaría derivando a una peculiar interpretación del expresionismo y el fauvismo y se atrevió con la escritura de obras de teatro que giraban en torno al tema de la lucha irrefrenable entre el hombre y la mujer. El 14 de abril de 1912 Kokoschka conoció a Alma Mahler, viuda de Gustav Mahler, con la que comenzó una intensa relación de encuentros y desencuentros de tres años de duración que, tras el alejamiento provocado por la guerra y la entrada en escena de un nuevo galán, Walter Gropius, se acabó enfriando. Convaleciente del trauma bélico se refugió en 1917 en Dresde, aún no recuperado del fracaso sentimental. Sin poder resolverlo por sus propios medios ni tras una estancia en un sanatorio, Kokoschka pensó que si podía construir una muñeca exactamente igual en todos los detalles al objeto de su obsesión, podría así librarse de esta.

Retrato doble (Alma Mahler y Oskar Kokoschka), Oskar Kokoschka, 1912-1913.

Retrato doble (Alma Mahler y Oskar Kokoschka), Oskar Kokoschka, 1912-1913.

En julio de 1918 se puso en contacto con Hermine Moos, una afamada constructora de muñecas, para realizar el peculiar encargo. El artista decidió no participar directamente en su creación para que el doble de su amada estuviera cargado de un poder evocador que remitiera a un fetiche mágico y, para que esto ocurriera, la primera vez que la viera debía estar completa, como una nueva amante. Kokoschka mantuvo una abundante correspondencia con la constructora, enviando dibujos, pinturas al óleo e instrucciones con todo lujo de detalles sobre la apariencia visual y hasta el tacto que quería conseguir. Ansioso y obsesionado, llegó a comprar ropa como la de Alma Mahler para vestir y desvestir a la muñeca. Cuando en febrero de 1919 esta fue enviada a su propietario, la decepción fue mayúscula: el deseo esperaba encontrar al sustituto de la mujer amada y recibió a cambio un pelele forrado con pieles. A pesar del jarro de agua fría, Kokoschka aprovechó este pasaje de su biografía para difundir una serie de anécdotas, reales e inventadas, que perpetuaban el mito del artista maldito, loco y excéntrico: alquilaba un coche para pasear con su muñeca, tenía reservado un palco en la ópera para los dos y se supone que su inerte amada murió decapitada y manchada de vino en una fiesta dedicada en su honor. Curiosidades aparte, podemos relacionar la muñeca de Kokoschka con la poupée de Bellmer en el intento de poseer lo que se ve frustrado por la realidad. Subyace en los dos un sentimiento universal: dar vida al deseo.

Fotografía de la muñeca hecha por Hermina Moos para Oskar Kokoschka, 1919.

Fotografía de la muñeca hecha por Hermina Moos para Oskar Kokoschka, 1919.

¿Cuántos objetos inanimados son tratados por nosotros como un reflejo de nuestros deseos y frustraciones? ¿Cuántas de nuestras obsesiones se pueden descubrir en nuestras creaciones y posesiones? Puede que la próxima vez que os encontréis con la mirada perdida de un maniquí este ya no os parezca tan frío y tan ajeno.

Diego Fraile

Acerca de Diego Fraile

Graduado en Historia del Arte por la UCM, itinerario Arte Contemporáneo. Máster de Historia del Arte Contemporáneo y Cultura Visual por la UAM. Arte, cultura visual, cultura popular.

Un comentario el “El maniquí del deseo: Bellmer y Kokoschka

  1. olgabaudiliaperalta
    septiembre 28, 2015

    El deseo nunca sacia o queda trunco ,porque siempre seguimos deseando algo más, es parte de la naturaleza humana, por eso ante la frustración , que puede llegar a la obsesión aparece algo real en donde se vuelca toda la imaginación por «lo perdido» De ahí querer lograrlo en la muñeca .. Siempre me llamaron la atención los maniquí, pero está bueno para hacer volar la imaginación ,.

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