Si hay un museo en Madrid injustamente olvidado por sus habitantes ese es, sin duda, el Museo de América. Situado junto al célebre –y no por méritos- Faro de Moncloa, se inauguró en 1944 como parte de los intentos franquistas de recobrar el tutelaje sobre las naciones “hispanoamericanas” y, de este modo, el tan añorado imperio. Tras sesenta años de dificultades, recortes y olvidos, la institución se mantiene en pie con unas colecciones y un discurso museográfico admirables que realizan una labor didáctica fundamental en el contexto de los museos españoles: el conocimiento y difusión de las culturas originarias de América, los procesos colonizadores y las disyuntivas que el mestizaje –metafórico y literal- ha generado.
El recorrido por las salas del Museo de América plantea una serie de cuestiones que, en el contexto postmoderno en el que vivimos, invitan a la reflexión sobre la colonización, las raíces, las influencias y la identidad. Una problemática que, extendida al ámbito de los artistas, cobra significativa relevancia. Es por eso que no puede ser más acertada la exposición temporal que, del 17 de octubre al 14 de diciembre, se ha organizado en torno a la figura de Alfredo Arreguín, pintor que condensa todas estas cuestiones en su biografía y obra.
Natural de Michoacán, estado de México, lugar donde pasó toda su infancia, el artista confiesa que las memorias de ese tiempo son una influencia decisiva para él, principalmente los bosques y las artesanías. Arreguín posee y muestra un profundo amor por la Naturaleza que estalla en mil colores en sus lienzos. Es esta conciencia ecológica la que le lleva a denunciar mediante sus pinceles el avance imparable del hombre que arrasa los bosques pluviales de América. Los motivos geométricos de artesanos, azulejos y edificios coloniales se encuentran en la base de lo que, a posteriori, los estadounidenses han bautizado como pintura pattern (“pintura de diseños”).
Hasta aquí, el problema parece bastante simple: nos encontramos ante un artista cuya obra refleja su identidad de latinoamericano. Pero no nos precipitemos. Indagando en su biografía nos encontramos con visitas a Japón realizadas durante su servicio militar en Corea entre 1959 y 1960 y, desde 1956, Arreguín reside en el Noroeste del Pacífico de los Estados Unidos. Su fascinación por otras culturas y el contacto directo e indirecto con las mismas se entreteje oníricamente en su obra, con lo que contamos con referencias a iconos como la Gran Ola de Hokusai, mandalas o salmones en peligro de extinción junto a una exuberante flora y fauna tropical, madonas que se desprenden de significado religioso para adoptar el rol de protectoras de la naturaleza y figuras históricas de México como Frida o Zapata.
Nos encontramos, entonces, ante un pintor que ha desarrollado un corpus de obras mediante el mestizaje de influencias e identidades, rasgo implícito en el ser latinoamericano y que podemos encontrar en el propio museo que aloja temporalmente a Alfredo Arreguín. Mexicano, oriental o nativo americano del pacífico; la cuestión de las etiquetas no importa cuando nos detenemos ante lienzos de tal impacto estético y belleza realizados, sobre todo, desde la honestidad del propio artista para plasmar sus preocupaciones y las de las culturas que ha conocido.