La sala Nueve Norte acoge en sus tablas una nueva revisión del mito shakespeariano de Hamlet. Clásica y contemporánea, la obra de Juan López-Tagle se adentra en el alma del personaje a la vez que analiza los conflictos internos de la juventud actual. Un viaje a la esencia y a la problemática de ayer y de hoy que actualiza un clásico en los sábados de un otoño ya presente.
Una vez leí en un libro que los autores que crean un adjetivo para su obra con su arte son los que están en el Olimpo de la escena o la literatura en general. Es el caso de Cervantes o Shakspeare y, con estos antecedentes, es muy complicado crear algo nuevo sobre ellos. En esta ocasión, La última noche presenta un giro inesperado que creo que haría las delicias del Bardo. Juan López-Tagle es el artífice de lo que se ve en escena, en colaboración con Oriol Tarrasón, tanto a nivel interpretativo, directivo y en lo que respecta a la autoría el texto, con la que quiere hacer un retrato de la sociedad actual teniendo como “cuerpo para ello” la tragedia de Dinamarca. Y así, el espectador asiste a la conocida historia del príncipe, pero descubre que, tras la carrera de un actor, hay muchos obstáculos que resolver y que entran en juego con todo aquello que olía a podrido en Dinamarca. Entre ellos, el rechazo familiar que le hace a uno parecer un loco, en un mundo en el que la cultura, en general, no se valora y sigue siendo un camino en el que penurias y precariedad están aseguradas. Negativas, engaños entre compañeros, traiciones, culpa, faltas de autoestima es lo que vive el protagonista principal, vigilado por un sinfín de personajes que, aunque no están presentes, forman su día a día y le han hecho ser como es. En su mano, en las de toda una generación estafada con sueños del pasado, está cambiar todo eso y luchar por una forma de vida y un sueño.
Teatro dentro del teatro, como la misma obra original, que busca agitar las conciencias a la vez que expulsa un humor ácido que habla de todo lo que sentimos por dentro y, que a veces, callamos sin remedio.
Como ya he comentado, Juan López-Tagle es el único actor que se ve sobre el escenario. Su trabajo brilla con luz propia y no necesita a nadie más porque llena completamente la escena y la sala. Su maestría a la hora de mostrar los matices de su personaje y de los demás que le rondan, como auténticos fantasmas, es digna de alabar. Una interpretación de la que puede estar orgulloso en todas sus facetas.
En cuanto a los aspectos técnicos, diseñados por Area Martínez, destaca la escenografía. Minimalista siguiendo las corrientes actuales pero potente, ya que consiste en pares de zapatos distribuidos por las tablas del escenario. Sobrecogedora y muy eficaz, el conjunto permite mostrar y soñar con más personajes de los que se ven. La masa de esa sociedad que siempre está atenta y lista para juzgar, pero que no suele tener ni rostro.
La música, en la misma dirección del buen hacer de lo anteriormente analizado, está a cargo de Héctor García-Roel.
Una vuelta del tuerca a la historia shakespeariana, presentando al espectador a Hamlet como personaje, símbolo de la población actual y elemento que puede hacer que triunfes o no. Eso lo tendrá que descubrir el espectador.
Un ser humano persigue un sueño. Un actor desea interpretar a Hamlet. Por el camino las dificultades, el entorno hostil y la pérdida le provocarán una depresión que podría conducirle a la muerte. Entonces decide compartir su propia historia con la esperanza de que, al hacerlo, logre transformar su propio destino. Un viaje que transita la oscuridad para arrojar luz y optimismo a través de la experiencia teatral.
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