La sala grande del Teatro del Barrio está sucia. Acumula despojos, deshechos y anécdotas noctámbulas que no siempre pueden quedan enmarcadas entre risas y buenos momentos. Ha caído la noche y tres hombres salen a la luz. Su cometido es limpiar todo lo que tú no quieres ver. Su labor nocturna la realizan entre conversaciones marcadas por sus pasados, sus complicidades y algunas picardías que reverberan entre repeticiones y angustias dolorosas.
Los despiertos es un rincón oxidado, desdibujado y negado en nuestros pensamientos escrito y dirigido por José Troncoso, autor experto en voltear algunos focos y dirigirlos hacia figuras extraviadas, pero llenas de importancia en sus palabras y en sus mensajes sociales. Sus historias suele ser las más arrinconadas, traídas a primer término para darles un tratamiento y una reflexión que supura todo lo que duele. Y cómo se agradece.
Israel Frías, Luis Rallo y Alberto Berzal son un trío que, en su apariencia y mensaje, rinde homenaje a la profesión del barrendero, como el instalado en la plaza de Jacinto Benavente en forma de estatua, pero a la vez a una inmensa mayoría de trabajos invisibles que nos rodean. Sus rostros apayasados, desencajados entre la agonía y la carcajada, dan pie a numerosas ilustraciones cotidianas sobre las que no apartamos la vista gracias a unas magníficas interpretaciones que no dejan nada oculto dentro del paupérrimo paisaje en el que se alojan. La fortuna de esta pieza es verles en escena, arrastrar su desarmonía y disgusto por la vida que llevan, gracias a la que una vez llevaron, y llegar a vislumbrar la claridad del amanecer, quizás, encontrándonos a nosotros mismos en la basura, entre el sonido del papel de aluminio y el cepillo que no arrasa con nada.
En una nebulosa de poesía, esperpento, sabiduría callejera y sueños para cumplirse en cualquier escenario de luz, esta gente despierta son los trasnochadores que nos enseñan sus aspiraciones pasadas y nos ponen en tela de juicio la propia existencia humana, desde los desafíos vitales que hacen costra, pasando por la necesidad absurda de refugio en la risa diaria, hasta la penitencia de tener que trabajar para vivir, pero vivir, ¿cuándo?
El Finito, el Mediano y el Grande parecen limpiar, acaso recorrer la ciudad en penumbra desovillando su purga, acumulando tesoros que encuentran en la basura, pero que resultan inútiles en nuestra razón, como un reloj sin cuerda. Al fin y al cabo, ¿para qué quieres tú saber la hora?
En esta obra, todos los detalles barren en la misma dirección; el diseño de iluminación de Javier Ruiz de Alegría bailando en sintonía con los recuerdos de cada personaje, o la música original y el espacio sonoro de Mariano Marín, llenos de melancolía y del ritual que les acompaña cada día. El vestuario de Felisa Kosse y el tinte y ambientación del Taller María Calderón otorgan el factor de escondite en el que parecen querer guarecerse estas tres figuras, sobresaliendo con alevosía en puntos clave que nos hacen acercarnos más a ellos.
Lo limpiaremos todo, también nuestros pasos. No quedará ni rastro de lo que fuimos cuando ya no estemos. ¿A quién podría importarle? Y al día siguiente, todo limpio, como si nada hubiera pasado, como si ya los hubiéramos olvidado porque nunca estuvieron allí… ¿o sí?
Despiertos, podemos ver lo que soñáis, mientras lo limpiamos todo para que lo encontréis como nuevo al día siguiente. Un día y otro. Todo estará como nuevo, para que podáis volver a ensuciarlo con vuestra realidad del día a día. Un día y otro. Lo limpiaremos todo, también nuestros pasos. No quedará ni rastro de lo que fuimos cuando ya no estemos. ¿A quién podría importarle? Menos mal que nos queda la risa. Y juntos, soñando despiertos, con lo que podría haber sido, parece que el tiempo pasara un poco más deprisa. Y al final, incluso después de las noches más largas, un día y otro, siempre vuelve a salir el sol.
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