Cuando el pasado mes de julio el Teatro de La Abadía presentaba parte de su nueva programación, su director Carlos Aladro, haciendo mención al estreno de Para acabar con Eddy, apuntalaba que era una historia que acaba bien. Como se trataba de una adaptación escénica de la novela de Édouard Louis, la comencé esa misma semana. Me pasó que cuanto más páginas leía, más quería dejar de hacerlo por todo el dolor que transmite. Y solo la terminé gracias al recuerdo de la coletilla final de Aladro de aquella tarde veraniega.
Ahora, por fin, Para acabar con Eddy Bellegueule ya está aquí. La Sala José Luis Alonso se convierte, algunas mañanas, en un reclamo artístico para jóvenes de institutos que van a conocerle y a poner sus pensamiento en alto en los coloquios (curioseando con preguntas sobre cómo es vestirse como una chica o si sienten vergüenza al hacerlo por ser chicos) y otras tardes, en refugio cultural para toda clase de públicos. Con esta pieza, el Teatro de La Abadía da la bienvenida a LaJoven en su espacio, otorgando especial énfasis a la lucha contra la homofobia, entre otros muchos temas.
El director José Luis Arellano queda al frente de esta obra que nos descubre un pedacito de la memoria juvenil del protagonista de un pueblito del norte de Francia y guía con gran éxito a los dos actores que dan voz, cuerpo y recorrido a Eddy. Ellos son Raúl Pulido, una luz siempre encendida en cualquier teatro, y Julio Montañana Hidalgo, quien da señales de saber jugar en el escenario gustosamente. Raúl y Julio se encontraron en este proyecto y su conexión es alucinante. Se dividen (ya que por sus cuerpos pasan diversos personajes) pero su unión se acompasa con gran peripecia. Por la parte lúdica, actoral y generacional que comparten resultan ser un anclaje perfecto y, gracias a ellos, se siente un poco de vértigo ante este relato lanzado a viva voz al público con un tacto y una libertad que solo dan ganas de agradecer.
Estos Javis del Mercadona no se detienen un minuto. Ambos sostienen sin descanso una obra de casi dos horas de duración (algo más si se acude pronto al teatro y se disfruta de la explosión de colores y vitalidad previa) que va aprisionando poco a poco bajo la atadura de la masculinidad y su constante deseo resumido en la frase “Hoy voy a ser un hombre de verdad”. La puesta en escena está golpeada por la crueldad, el dolor y, sobre todo, el rechazo. Pero a la vez también por un grito de esperanza y ternura. Es precisamente esto lo que hace tan especial este montaje; las canciones, los insultos o las lágrimas asoman la emoción, la celebración o la huida del diferente hasta que deja de ser rechazado. Esta es la narración en primera persona de una guerra que libra un niño contra todo lo que le rodea a la vez que otra consigo mismo por querer transformarse sin piedad en aquello que no es, que no siente.
Es peculiar y nutritiva la forma en la que se ha configurado aquí la violencia. Además, que solo haya dos intérpretes no ha sido excusa para no enseñar más personajes. Todo lo contrario. Los cambios de tono o de posturas en ellos son más que suficiente para voltear y construir grandes escenas. Además, la rapidez con la que se construye el ritmo y las transiciones permiten que en inolvidables momentos (Eddy bailando con ropa de su hermana, el escondite del cobertizo o el viaje en coche con su padre), la emoción nos inunde el tiempo justo para cortar y continuar. De esta forma, el puzzle afectivo y racional se crea en el epílogo final.
Un pecadito quizás de este montaje sea el abuso constante de la tecnología, entre focos, cámara, cables y proyecciones. Pero igualmente es destacable el absoluto control que tienen Pulido y Montañana sobre todo esto y sobre el valor de cada palabra que escriben o narran. Si es que da gusto verles moverse, no hay palabras que disfracen más esta comodidad desde el patio de butacas.
Por otra parte, un hecho importante es que para el público que no conociera nada de esta historia hay espacio. Incluso para el más tiquismiquis, ese de “está mejor el libro que la película” – en este caso, la obra de teatro, adaptada por Pamela Carter y traducida en esta ocasión por José Luis Collado –, también hay un mensaje. No todo cabía en escena y ahí está la puntería; una invitación directa (dentro de una pausa que todas en la sala necesitamos para respirar) a leer a solas y a completar los amplios mensajes enjaulados en el machismo, la pobreza o la homofobia de un niño que, por seguro y por desgracia, no es la única voz que está esperando ser escuchada.
Para acabar con Eddy Bellegueule iba a ser la primera dirección del desaparecido Gerardo Vera en esta compañía. Para que les siga acompañando, el equipo ha seguido parte de las instrucciones que dejó plasmadas y cada día de representación le recuerdan. Además, el pasado jueves día 4 de noviembre, tuvo lugar en la misma sala un acto de homenaje que contó con varios profesionales que rememoraron parte de sus trabajos con él. También se pudo ver el documental El teatro de la vida. Gerardo Vera, dirigido por Álvaro Luna. Posteriormente, tuvo lugar una charla entre amigos con Carlos Aladro, José Luis Arellano García, Sonsoles Benedicto, José Luis Collado, Irene Escolar y Lucía Quintana quienes contaron muchas anécdotas en torno a su persona y a su manera de ser y de desarrollar su labor en varios ámbitos artísticos, junto a otras voces del público como la de Alfredo Sanzol o Fernando Gil.
Durante esa misma semana pero dos días antes, se organizó el encuentro literario con Édouard Louis en el Teatro del Institut français de Madrid. En aquel encuentro, conducido por Isabelle Le Galo Flores, el joven autor francés explicaba parte del proceso de creación de su libro y las consecuencias que tuvo para él y para su entorno, debido a historia de una transformación y al grito a favor de la diversidad que contiene. Algunas de sus palabras para hablar de nuestro país fueron referirse a Cervantes y Almodóvar como claves de la lengua española y su firme afirmación de que la literatura no transforma el mundo si no transformamos la literatura.
Édouard Louis y Eddy Bellegueule son la misma persona y no lo son. Para acabar con Eddy es la historia de una transformación, la del niño peculiar que tiene que sobrevivir en el entorno de violencia, machismo, pobreza, homofobia y alcoholismo en el que tiene la mala suerte de nacer. El niño sensible e inquieto que debe ocultar su verdadero yo para intentar ser aceptado. El adolescente que se desvive por parecer un hombre de verdad para esquivar así el destino de abusos y humillaciones al que parece condenado. Pero es Édouard quien, con una honestidad descarnada y luminosa, nos cuenta la historia de Eddy, de su sufrimiento y de su liberación cuando por fin consigue huir de ese entorno opresor. Porque el final de Eddy Bellegueule es el principio de Édouard Louis, uno de los escritores más brillantes de su generación.
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