En un momento histórico en el que tanto se mira hacia delante para superar las numerosas crisis que nos han tocado vivir, el teatro continúa ofreciendo un refugio en el que pararnos a saber mirar también hacia atrás para curarnos. Y no es de extrañar que este deseo lo sepan cumplir mejor que nadie los jóvenes creadores y creadoras. Es el caso de Cluster – cúmulo, agrupamiento –, una autoficción generacional que rompe cualquier frontera existente con el espectador para ofrecerle asiento en primera línea de batalla temporal, física y emocional.
Esta nueva producción de La_Compañía exlímite cuenta ocho vidas atravesadas por diferentes aspectos universales que pretendemos saciar todas y todos, a la vez que intenta equilibrar diversas ecuaciones y escenarios individuales. La dirección artística, que corre a cargo de Juan Ceacero (con la ayudantía de Leyre Morlán), plantea un camino serpenteante en el que un grupo de jóvenes en la treintena alta queda unido a través de un vínculo emocional, familiar y, sobre todo, presente, con relatos que se van construyendo en primera persona y en forma de proyecciones atemporales. De esta forma, los recuerdos son el engranaje que nos hace explorar sus inquietudes, con el peligro consciente de que alguna sea compartida por los espectadores.
Javier Ballesteros, Ángela Boix, Pablo Chaves, Leticia Etala, Beatriz Jaén, Néstor Roldán, Belén de Santiago y Ángel Perabá (quien te mira a los ojos y parece que todo tiene sentido) son la pequeña multitud que desgrana diferentes autorretratos unidos por textos originales, textos elaborados a partir de la creación del elenco y la dramaturgia textual afrontada por Fernando Delgado-Hierro. Nos empezamos a dar cuenta de que este actor y celestino de palabras tiene en su poder una enorme capacidad para hacernos temblar con sus textos. Y queremos que lo siga haciendo y desarrollando para verlo y saborearlo en bucle.
Esta mina de oro que tiene su entrada en la sala exlímite supone “un viaje hacia el interior de nuestras pérdidas, conquistas, miedos, relaciones; un viaje hacia atrás que revela lo que nos ha pasado hasta llegar aquí, pero que, sobre todo, nos pone en relación con quienes somos hoy para tratar de encontrar un ‘sentir’ generacional de los que nacimos en los ochenta”.
Por otro lado, la escenografía, que está para entrar a vivir en ella, es trabajo de Paola de Diego, quien parece contener en su labor un amor y un saber hacer para con el teatro tan fuerte como los pequeños dramas cotidianos de los que se nutre esta obra. Además, con su diseño plástico es capaz de arropar a cada personaje, de una manera casi instintiva, con lo que necesitan gritar, bailar y hasta llorar durante tres horas y media con las que pasar una buena tarde o una buena vida.
No sería díscolo añadir que este montaje es una viva invitación a seguirle la palabra a cada cuerpo autoficcionado que aparece en él. Es como si una voz interna se despertase (no sé exactamente en qué momento pero quizás en paralelo al picorcillo de Pablo) y te diera por pensar desde la butaca: “en la próxima escena, hablo yo. Me toca seguro”. Amanda, ¿dónde estás?, ¿qué te pasa?
Ángela, Beatriz, Belén, Leticia, Pablo, Javier, Néstor y Ángel. Nacidos entre el 80 y y el 89, niños en la promesa de desarrollo y esplendor inacabable que fueron los noventa, y alcanzando la mayoría de edad con ese bofetón que fueron los años de crisis de mediados del 2000, después de haber visto como se derrumbaban las torres gemelas, los atentados de Atocha o el despertar político del 15-M. Están entre los treinta y los cuarenta, y empiezan a bordear esa frontera psicológica que estableció Dante, ese ‘a mitad del camino de la vida’ en el que se hace inevitable el análisis.
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