El Centro Dramático Nacional ya ha estrenado Macbeth, recuperado estreno tras la muerte de su creador Gerardo Vera el pasado mes de septiembre. Sus pasos los han retomado Alfredo Sanzol en la dirección, componiendo su primer montaje como director del Centro, y José Luis Collado, quien firma esta versión. Se trata de un homenaje póstumo y toda una gran responsabilidad que resolver a partir de las notas y reflexiones de Vera que el Teatro María Guerrero acoge hasta el 17 de enero.
El clásico shakespeariano cuenta la historia del sanguinario matrimonio cegado por la ambición de poder que les lleva a cometer varios asesinatos que acaban pasándoles factura de una manera más que trágica y nada piadosa. Carlos Hipólito y Marta Poveda son los protagonistas de este montaje que varias veces queda disfrazado por demasiados aires contemporáneos y actuaciones hieráticas que desmerecen algunos trabajos interpretativos.
Alejandro Chaparro, Jorge Kent, Fran Leal, Borja Luna, Markos Marín, Álvaro Quintana, Agus Ruiz, Chema Ruiz, Mapi Sagaseta y Fernando Sainz de la Maza completan este variado reparto en el que el vacío existencial lleno de tragedia lo cubre todo, haciendo especial hincapié sobre el significado de la codicia o la presencia del mal. Abatida la pérdida de la inocencia, las traiciones hacen gala de honor en una obra en la que el primer crimen es el de la matanza del niño interior de Macbeth, imaginado en la videoescena agigantada (como todo en este montaje) de Álvaro Luna. Así, cuando esta voz interior, esa luz y ese estado racional quedan enterrados entre tinieblas, empiezan las terroríficas acciones de ambos y los pensamientos atroces cobran vida.
Con una escenografía que simula las puertas del infierno (a saber, imagino, porque la atracción no deja de moverse y de marear) y un vestuario de cacería de Alejandro Andujar, el público es introducido a las tripas del mal, a la podredumbre de la acción humana, atmósfera en la que ayuda de manera casi sobrenatural la iluminación de Juan Gómez-Cornejo y la música y el espacio sonoro que imprimen un dolor extra de Alberto Granados Reguilón. En conjunto, varios esfuerzos artísticos de gran empuje escénico que siguen mejor camino que algún desfile actoral de pasarela en escena.
La historia de Macbeth es oscura como una pesadilla, y todos se sumergen en ella. Es viscosa y espesa como la brea y la sangre. El mundo entero está cubierto de sangre. Es material y física, fluye de los cuerpos de los asesinos, se adhiere a sus manos, a sus rostros y a sus puñales. Es la imagen del mundo ahogada en la violencia pegajosa de la sangre. Es una infección del alma, concreta, palpable, corporal y asfixiante. Toda la obra está atravesada por el estertor de un moribundo, por un miedo profundo y visceral que invade sus noches insomnes. La mayoría de las escenas ocurren desde el siniestro anochecer hasta los pálidos reflejos de las luces del alba, en un duermevela angustioso donde Macbeth y Lady Macbeth, como dos espejos hechos añicos con sus imágenes distorsionadas, se revuelcan en la desolación. “No verá el sol el día de mañana”.
Más teatro