Llevan varios años recorriendo los teatros. Llevan ofreciendo un menú degustación teatral con el que saborear hasta el más mínimo momento ofrecido por un equipo que ha organizado un festín artístico único, cercano y atrevido. Su constante impulso corporal, anecdótico y grandioso hace de La cena del rey Baltasar una potente maquinaria sobre el escenario, con la que nos quedan ganas de repetir.
El ambiente acogedor nos recibe candente, pues sabemos a lo que hemos venido; a cenar. El ritmo está tan bien construido, aunque parezca fortuito, que no te das cuenta de cuándo empieza la obra exactamente. Quizás comenzó cuando hiciste planes una noche a modo de reserva y acudiste al Umbral de Primavera el pasado fin de semana. Cuando te vestiste pensando en ser un invitado más. O a lo mejor, cuando entraste al hogar de Baltasar. Cuando conectaste con su Pensamiento o conociste a (su) Idolatría y a (su) Vanidad.
No hay mejor momento para disfrutar de este espectáculo que en plena Semana Santa porque, a modo de Última Cena, con panes benditos, ríos de vino y aseo de manos incluidos, vamos descubriendo el pequeño universo encerrado en la versión y dirección de Carlos Tuñón a partir del auto sacramental de Calderón de la Barca, que lleva representándose en diferentes Festivales desde hace cuatro años. Con fe o sin ella, su montaje mete la mano en el costado de la incredulidad, moldea la razón para creer, a la vez que satisface nuestros deseos teatrales.
Esta es una obra en la que la necesidad del público es vital; la ceremonia es tan poderosa que no empieza hasta que no nos sentimos invitados y, desde luego, no acaba hasta que no experimentamos que hay que darle un final, un desenlace que permanece en la sala como un cuerpo sin vida lleno de acción dramática todavía. La pieza es cada espectador. Y viceversa. Tan colosal, tan amarga y llena de sabores, a la vez, que iremos viendo las consecuencias de la Historia que acaba de ocurrir cuando nos estemos marchando.
La contemporaneidad de la propuesta se palpa desde el inicio. Nacho Sánchez, actor con el que mejora el mundo cada vez que sube a un escenario, nos inicia en el juego con la frase “necesito 12 comensales” y todo cobra sentido de una manera especial. Algunos voluntarios se lanzan sin pensárselo, no vaya a ser que después sea demasiado tarde, pensamiento acorde con el resto de la obra. Lo divino y lo profano aparecen distorsionados en unas voces que enseñan canciones en directo, a través de personajes alegóricos, terrenales y religiosos, interpretados por Jesús Barranco, Enrique Cervantes, Alejandro Pau, Kev de la Rosa y Rubén Frías.
Completan el equipo Sergio Adillo, asesor de verso y ayudante de dirección, Antiel Jiménez, vestuario y caracterización, Virginia Gutiérrez y Jorge Bedoya en la música, Miguel Ruz en iluminación, Javier de Pascual y Gonzalo Bernal en audiovisual, complementado, además, con el trabajo de Aaron Lobato, en la escultura del busto del protagonista que nos encontramos al entrar, y con el riquísimo y espectacular pan de Antonio Ramos.
La producción de [ los números imaginarios] ofrece un banquete escénico, celestial, provocador y efervescente, toda una experiencia teatral inolvidable. Equipo, me faltó dejaros algo. Así que este es mi aplauso en forma de palabras. Gracias por el encuentro. Gracias por la cena.
Un hombre en el umbral de su vida sueña ser Baltasar, rey bíblico descendiente de Nabucodonosor, quien desafió a los dioses e impulsó la construcción de la torre de Babel. Baltasar invita a doce comensales a una cena muy especial en compañía de su Vanidad, su Idolatría y su Pensamiento: jóvenes alegorías, vitales y humanas, que le reconfortan y adulan. Pero a la cena asiste también Daniel, un profeta joven, que le recordará a Baltasar que es mortal y que debe abrazar a Dios antes de morir.
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