Somos producto de un largo recorrido histórico que ha olvidado lo que significaba representar el paisaje, porque éste supone una confrontación, un instante revelador y violento, que por fuerza ha de sacudirnos, quebrarnos. Esta trascendencia fue bien entendida por artistas como Friedrich, que nos enfrentan a lo abrupto y epifánico de la contemplación del mundo natural, pero lo acertado de estos planteamientos supone casi una anomalía dentro de la representación paisajística.
En una gran parte de las ocasiones el paisaje ha constituido un elemento anecdótico, el telón de fondo de una escena de mayor importancia, habitualmente alegórica, y en la otra mayor parte, ha permanecido escondido tras escenas cinegéticas, que por fuerza habían de transcurrir en el medio natural.
La caza ha sido siempre un tema primordial vinculado a la naturalia, ya desde los mitos clásicos con Diana cazadora al frente. Dentro de estas escenas, el ciervo y los perros han sido los animales más representados tradicionalmente pero pocas veces han sido retratados como protagonistas indiscutibles de dichas obras, que en realidad versan sobre la capacidad humana para controlar el medio natural y someter a las demás especies. Es a estos animales, los ciervos, a quienes Miguel Ángel Blanco dedica una instalación en el Museo del Romanticismo titulada “El aura de los ciervos” y que puede visitarse hasta el 1 de marzo. Las piezas contemporáneas conviven con obras de los fondos del Museo produciéndose un curioso contraste entre la creación contemporánea y la romántica.
De entre todas las obras que conviven en la sala y a nivel personal, la que mayor impacto tanto estético como intelectual provoca es la que da título a la exposición, yque consiste en 30 metopas de trofeo vacías y las cornamentas apiladas bajo ellas. El ciervo y su cornamenta no pertenecen al hombre en el sentido que anuncian los trofeos de caza, no son productos decorativos que colgar en la pared. Los ciervos y sus atributos se pertenecen a si mismos y en último término a la tierra, su lugar no es el muro, sino el suelo. Es ahí donde reside la fuerza evocativa de la exposición, que funciona como un catalizador de recuerdos, nos retrotrae hacia paseos infantiles por la naturaleza, en los que podías encontrar huesos de animales en el bosque.
Olvidamos el paisaje por que pensamos que su contemplación, su representación dependía de nuestra propia presencia en él, pero somos nosotros quienes nos hemos excluido de ese mundo natural. El paisaje es esa sacudida que se produce en nosotros cuando nos cruzamos con un ciervo que nos contempla con extrañeza.
Lorea Rubio