Empieza la música, empieza la metáfora, empieza Málaga y empieza la voz de Fran Perea; “ahí va Miguelito” guiando al grupo de rostros jóvenes perfectamente cualificados para desempeñar su papel. “Saltemos al vacío para recordar el vértigo de otro tiempo. Todavía los sueños eran un latido de vuestro corazón”, sigue la voz. Empieza El camino de los ingleses, de Antonio Banderas.
Demasiados personajes, algunos inservibles, música monumental e inadecuada para según qué escenas y una historia en particular digna de recordar, la de Miguelito:
– Voy a ser poeta
– ¡Tú qué vas a ser poeta!
– Poeta
Todo ello entre colores simbólicos, recuerdos de escenarios llenos ideas desbaratadas, de agresividad, de trasgresión, quizás un poco surrealista todo. Pero, ¿acaso no deberían ser así nuestros sueños? Porque al fin y al cabo, lo que muestra cada joven en la película es que intenta cambiar el mundo de una manera u otra; quemando los recuerdos o imaginándose el futuro. Cada uno queremos escapar, a nuestro modo.
“Por el camino de los ingleses puede irse al mundo entero, ser quién quiera, ir a donde quiera”.
Pero también es verdad que la conquista de ese camino se hace demasiado larga (120 minutos) o, utilizando un adjetivo propio de sus caminos, hiperbólica. Todas las escenas se pueden ir hilando sin preocupación y con mucha tranquilidad pero muchas de ellas no aportan nada y se quedan en meras apariciones que sobrarían. Resulta difícil de entender a veces.
El poeta y la bailarina nunca se encontrarán en el mismo camino; no habrá poesía suficiente para amar porque “la locura es un niño al que yo amamanto con cuidado”.
Sin embargo, por encima de todo esto, el resultado es muy melancólico, nada superficial y verdaderamente sugerente. Todo aparece armado a razón de un riñón y de un chico que, a pesar de ver que va a perderlo todo, quiere ser poeta, poeta de su Beatrix.