Desde el pasado 28 de septiembre, la conocida obra escrita por Peter Shaffer en los años 70 se ha instalado en el Teatro Infanta Isabel. En estos días otoñales, es una verdadera suerte que la adaptación que firma Natalio Grueso de Equus esté cabalgando en Madrid de la mano de un equipo que potencia su historia, así como las numerosas perspectivas que puede tomar su argumento.
Bajo la dirección de Carolina África, se pone en pie una función que cuida hasta el mínimo detalle. La forma elegida para hacer brotar los sentimientos, la sexualidad reprimida o la delicada relación del joven Alan Strang con su familia, los caballos o su psiquiatra es demoledora y, desde el minuto uno, cautivadora. La labor de África es muy consciente y cuidadosa del peso repartido de los personajes y le sabe sacar tanto partido que hace que, para mí, sea de las mejores directoras con las que tenemos la alegría de contar hoy en día. Cada montaje del que se encarga brilla con delicadeza y conquista por un alto grado de sensibilidad y arroje.
En forma de thriller psicológico, se recrea el recorrido circunstancial de un joven que queda retratado por la enseñanza recibida (madre devota y religiosa y padre estricto), aquello que le ha faltado (contacto con otros jóvenes de su edad) y su fascinación por los caballos, una atracción que contiene la mayor de las pistas. En paralelo, el público también va conociendo la vida de su psiquiatra, en un mundo correcto, lleno de reglas y acorazado en la razón pura, y en quien también encontramos tanto o más sufrimiento. Precisamente, es este doctor el que sirve de contrapunto para encender la duda y queda encarnado en un actor que nos deleita con uno de los momentos finales más bellos y atroces que se pueda respirar en un teatro. Me parece que Roberto Álvarez es de esas figuras que han llevado toda su vida actoral un buen y ejemplar galope, pero que aquí despunta como nunca, produciendo gran satisfacción y goce.
El resto del elenco domina con creces la pieza de principio a fin. Asistimos a unas interpretaciones de Manuela Paso, Jorge Mayor y Claudia Galán que nos hacen contener el aliento en varios momentos y que son capaces de ir añadiendo intensidad para que todo crezca con bastante soltura. Para ello, la escenografía de Bengo Vázquez es fundamental, ensamblada con acierto para resguardar o liberar, junto a la videoescena de David Martínez, la iluminación de Sergio Torres, el sonido de Manuel Solís y el vestuario de Lupa Valero, que define virtuosamente cada cuerpo, viga e impulso que van a apareciendo.
Por último, quien lleva las riendas y casi que supura el sufrimiento del protagonista es Álex Villazán. Su presencia de manera constante en el escenario es algo muy difícil de sostener y Villazán lo hace con aplomo y astucia, yendo mucho más allá incluso. Este joven actor es sencillamente un regalo de ver en las tablas, siempre dispuesto a la acción y a lanzarse al abismo, a jugar mientras trabaja.
Un efecto curioso que suele lastrar mucho las obras y que, en esta ocasión, se hace de manera excepcional y ricamente ensayada son las transiciones. Ni contaminan ni ocupan apenas tiempo. Su inmediatez ayuda a que la acción nunca pare en escena y es un gran mérito que aplaudir también. Montaje cum laude que ya se me ha quedado forjado en mi memoria.
El psiquiatra Martin Dysart recibe el encargo más difícil de su carrera profesional: deberá tratar a un joven que ha cometido un acto de una brutalidad atroz. El chico, Alan Strang, ha sido detenido por haberles sacado los ojos con un punzón a la media docena de caballos a los que cuidaba en un establo. A partir de aquí comienza una investigación detectivesca de tintes psicoanalíticos en la que el psiquiatra deberá averiguar qué llevó a un joven de buena familia, que jamás había dado un problema, a cometer semejante acto.
Más teatro