Jesús Castro es el máximo protagonista estos días en los cines. Tiene dos películas en cartelera y en ambas hace exactamente el mismo papel para dos personajes que piden algo desigual; traficante de drogas y traficante de chicas. Su potente mirada azul y fría, provocadora en cada plano, ayuda a la composición de este personaje que parece pasearse por la España más actual en El niño y en la España más profunda de los años 80 en La isla mínima.
El argumento de ambas películas es muy simple: policías y malos. Pero la abismal diferencia que las separa se aprecia en la manera de contar las dos historias; mientras que Alberto Rodríguez sabe contar mucho más y mejor la ardua caza a los asesinos que mantiene la atención constante del espectador en 105 minutos, Daniel Monzón alarga muchísimo los momentos en el estrecho de Gibraltar con persecuciones en lancha y helicóptero a un par de traficantes medio novatos durante 130 minutos.
Pero Castro no está solo. En el mundo de las drogas le acompaña su “compi”, Jesús Carroza, actor que se asoma de vez en cuando a la pantalla española y al que siempre se agradece ver. El director sevillano Alberto Rodríguez ya le había elegido con 17 años para Siete vírgenes (papel con el que consiguió el Goya al mejor actor revelación). Y como su tocayo, este noble actor vuelve a desdoblarse en ambas películas, dejando claro que lo suyo sí es arte porque pasa de vendedor de drogas a guardia civil con la misma gracia y perfección de su acento y actuación.
La pareja que forma Monzón para descubrirnos cómo la droga está más cerca de lo que pensamos con “el niño” y “el compi” hace que Luis Tosar, Bárbara Lennie, Eduard Fernández y Sergi López queden en el lado la policía con una atención hacia ellos muy bien dirigida, tanto para mostrarnos la lucha casi personal que tienen por pillarles como la corrupción que se desvela y que nos va a acompañar hasta más allá del final de la película.
En contraste, el dúo formado por Raúl Arévalo y Javier Gutiérrez para resolver los asesinatos de 1980 cerca del Guadalquivir son un abrupto faro que, a pesar de no compartir ni ideas políticas ni formas de actuación, se hunde en el fango de las marismas y logra su objetivo, que no es otro que alumbrar al culpable que sirve de gancho en el pueblo para realizar unas carnicerías humanas que son tratadas en la película con mucho tacto y que no hace que cerremos los ojos ante posibles imágenes escabrosas. Todo está perfectamente sugerido hasta el punto máximo, pero no se traspasa el límite hacia lo desagradable y las pistas van dejando que el espectador juegue a ser detective perfectamente.
Sin duda, son dos películas donde las miradas marcan un punto y seguido porque todo se puede conectar a través de ellas; desde la mirada inexperta de Jesús Castro, pasando por la escurridiza de Eduard Fernández que marca su territorio como nadie, la perdida y melancólica de Raúl Arévalo y la fija y rabiosa de Javier Rodríguez.
Pero como las vistas que va a tener el espectador que vaya a verlas… ninguna. El niño por el contraste que sabe defender entre tierra y mar y La isla mínima por el increíble trabajo de fotografía que crea unos paisajes tan sorprendentes que te dejan sin respiración desde los primeros planos.
El cine español demuestra con estas dos producciones que se puede reconciliar con un público sediento de aventuras, de espacios abiertos que emocionen y de actores que reconozca por su talento y no por estar simplemente de moda.
Amanda H C