Hace ya un mes que se estrenaba ROTO en el Teatro del Barrio y, al igual que esta fecha y su mensaje, nada aquí debería prescribir. Viejas promesas (esta vez con Caterina Producciones) vuelve a unir fuerzas, tras la inolvidable Katana, con una nueva ejecución que nada tiene que envidiar a las puestas en escena de los teatros públicos y nacionales en materia de calidad y buen ejercicio de introspección de un tema nada agradable.
¿Podemos liberarnos de nuestro pasado huyendo? ¿Podremos perdonar? Son dos preguntas clave que se dibujan en la explicación de ROTO. Leí hace poco que el perdón no debería ser algo que venga de fuera, de la persona que ha hecho una atrocidad a otra, sino del propio verdugo a sí mismo, del ejecutor de la violencia o del mal hacia él mismo, pues sería la única manera de encontrar acaso rendición. Y siento que podría ocurrir lo mismo con una víctima, pues la culpa es una compañía que demasiadas veces se cuela en un día a día. Quizás esta propuesta teatral sea una manera también de abrir esas vías. Aunque tampoco tengo una opinión clara ni creo una respuesta adecuada ante todo esto.
Paco Gámez escribe y dirige una pieza que atraviesa desde los primeros minutos y que firma con mucha decisión de rasgar perspectiva y tomar otros caminos que cuesta ver en los escenarios. Suele ser complicado que las voces que resucita en sus obras no se cuelen entre el público con emoción y sensibilidad y, aunque no todos los caminos que propone (para muestra botones como la citada Katana, Praga 1941 o Lagunas y niebla) casan con todos los gustos, sí que lo hacen con un compromiso y una responsabilidad que pueden haber creado ya su sello profesional. Gámez es un autor que, actualmente, fortalece como pocos el sentido de hacer teatro, de recuperar limbos y, lo más importante, cuya manera de contar historias sobre el papel o en escena retuerce conciencias y mutea miedos por entreabrir heridas.
Y por todo ello y mucho más, lo que ocurre en esta obra arrasa gracias a dos actores indispensables. Jorge Monje y Mario Sánchez son dos bestias en las tablas. No solo por sus interpretaciones, sino porque en sus trabajos revelan una inteligencia emocional y actoral que sobrepasa los límites de los que, al menos esta temporada, se está nutriendo la cartelera. Me cuesta pensar en dos actores con semejante fuerza, tales ritmos y esta entrega. Quedo rendida. La dirección les marca un ritmo pausado que se agradece para ir atando palabras y memorias. Poco a poco, descubrimos a Manuel y Josep, dos hombres muy diferentes, pero conectados por un mismo pasado que vamos comprendiendo con el paso de los minutos.
La escenografía de Mónica Florensa es sencillamente magnífica. Entre la fluidez en la que retiene a los personajes y la sencillez con la que subraya los conflictos de cada uno, ofrece una conquista del espacio que llama la atención, junto a su vestuario. Y cuando aparece la iluminación de Juanan Morales y el diseño de sonido de Kevin Dornan pareciera que ya todo tiene sentido en esta hora y poco.
Abusos, viajes al pasado, recuerdos que tornan, pesadillas y muchas cicatrices toman el control en ROTO. Lo hacen a través de una línea de dolor intacta que se mantiene hasta el final y con la que el argumento planteado se disfruta por dos actuaciones que no me gustaría olvidar nunca y con las que la butaca es, a la vez, un lugar incómodo, siniestro y reconfortante.
ROTO trata sobre las causas y consecuencias de los abusos, sobre las heridas irresueltas e irresolubles… Supone un descenso a los infiernos, un encuentro imposible con el dolor y sus grietas, con el amor insano y sus cicatrices. Los personajes pasan todos los límites establecidos arrastrados por sus oscuros deseos.
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