La casa de Bernarda Alba

Voy a ver con mi madre La casa de Bernarda Alba el mismo día en el que cumple 70 años. De camino, recibe la llamada de una amiga para felicitarla, le comenta a dónde estamos yendo y agrega que ella ya ha visto muchas Casas de Bernarda. Esto no me lo esperaba y, al colgar, le pregunto de qué adaptaciones habla. Se acuerda de una en la que trabajaba Ana Belén (la artista que más le gusta) en el Teatro Español, pero que no consiguió disfrutar. “Tu padre intentó comprar entradas, pero fue imposible. Había que hacer incluso noche a las puertas del teatro para conseguirlas y yo le dije que por nadie dormiría en la calle, por nadie”. Eso fue en el 84. Y antes, consiguió ver una en la que Bernarda Alba era interpretada por el actor Ismael Merlo y de la que se acuerda muchísimo por la impresión que le dio. Me detengo en mitad de la calle y le pregunto si he oído bien el nombre. Me confirma y busco en internet fotografías. Efectivamente, era el año 1976 y Ángel Facio la dirigió en el Teatro Eslava. Allí estuvieron de espectadoras mi madre y la amiga con la que acaba de hablar por teléfono. Y esto ha sido para mí la gran sorpresa de la tarde.

Supongo que esta conversación previa a nuestra llegada al Teatro María Guerrero es lo de menos. Pero como Alfredo Sanzol había hablado con su madre largo y tendido antes de hacer su propuesta en la casa que dirige, el Centro Dramático Nacional, pensé que daría un poco de empaque a este texto. Pero ni su conversación ni la mía han tenido efecto, al menos uno visible y firme que arraigue bien.

En este escenario del 2024 todo está impoluto. Hay campo y tierras para segar, pero fuera. Nada de eso entra en la casa, ni el viento de la calle. La blancura y su contraste con el negro me producen un efecto casi anestésico. No hay síntomas de suciedad y la pulcritud es máxima, a través de una escenografía dispuesta a guardar los secretos de cada hermana y a escribirlos invisibles en sus paredes. El escenario de este elenco de mujeres se convierte en un recoveco al que se asoman porque pasaban por allí, como si las escenas no estuvieran bien trenzadas. Y si con todo esto ya estoy incómoda en la butaca, no conecto nada con la incursión de la danza contemporánea a modo de pálpito o deseo que cada una guarda en el pecho.

El reparto no es, desde luego, el problema. Ester Bellver, Eva Carrera, Ana Cerdeiriña, Ane Gabarain, Claudia Galán, Belén Landaluce, Patricia López Arnaiz, Chupi Llorente, Lola Manzano, Inma Nieto, Celia Parrilla, Sara Robisco, Isabel Rodes, Ana Wagener y Paula Womez. Alabadas sean todas. Porque he ido a disfrutarlas a ellas y lo hago de principio a fin. Porque llevo días leyendo sobre la pieza, escuchando y viendo imágenes. Y lo que he traído es la voz de un director, con su historia, con su primer Lorca, con su puesta en escena, con los primeros libros de teatro que le regalaron a él, él imaginando que nunca se ha hecho esta obra, él contando qué nos une y qué responsabilidad tenemos, sabiendo lo que siente él… Y he llegado agotada.

Mi madre se levanta a aplaudir porque dice “habrá que levantarse”. Y sé que lo dice porque le ha encantado la propuesta y porque Ana Wagener y Ane Gabarain le han flipado y no porque la haya dirigido un famosísimo director de teatro (que ella no conoce), ni porque estamos donde estamos y hay que hacerlo por inercia (tampoco). Pero yo quería más. Me hubiera encantado sorprenderme como ella hizo en el Eslava hace casi 50 años. Que hubiera habido riesgo, que yo también hubiera querido ponerme un vestido verde y salir al corral o que hubiera habido más escenas como la de Adela sentada sobre las piernas de su madre (el único momento que me interesó).