Tengo una teoría. Carlos Zamarriego está hasta el coño. Abatido, harto, cansado de muchas cosas en la vida. Y esto nos viene genial. Esto nos beneficia como público porque podemos ir a descubrir sus movidas artísticas al teatro. Sus dos obras ahora en la cartelera del Teatro Lara, —La mano y Al final no voy a cenar—son la muestra; un pulso creativo que combina humor negro, tensión psicológica y crítica social, saliéndose del redil constantemente. Autor de ambos textos, acompañado en la dirección por Ángel Velasco y Edgar Costas, respectivamente, este autor y director nos invita a ver diferentes perspectivas y enfoques vitales sobre aquello que habíamos considerado importante hasta ahora.
Las obras de Zamarriego suelen presentarse como un enigma minimalista, una construcción teatral basada en hechos reales que no solo entretienen. Los suyos son textos que parten de situaciones iniciales, de deudas internas o sociales reconocibles o misteriosas, y que despuntan debido a su originalidad, para poner en juego lo que somos, lo que damos por costumbre, lo que ignoramos que está al caer… o no.
‘La mano’, una fábula incómoda
La mano se presenta como una fábula moderna sobre el capitalismo, el individualismo y nuestros propios excesos. El punto de partida es tan perturbador como sugerente: una persona le ofrece a otra comprar su mano. Así de sencillo y así de raro. Pues bien, ¿no? Total, es solo una mano… A partir de ahí, las preguntas se disparan solas. ¿Qué pasaría si aceptase? ¿En qué cambiaría mi vida? ¿Qué ganaría o qué perdería? ¿Qué sacrificaríamos por salir de nuestra rutina, por provecho o por miedo?
Aquello que damos por sentado pasa delante de nuestros ojos en 60 minutos. La crudeza de la historia sostenida por Steven Lance y José Pastor en escena es tan llamativa como hipnótica. Y su energía va a donde tiene que ir; a los derechos y libertades, al capitalismo que nos ahoga sin que le demos permiso consciente o al punto exacto de importancia que tiene la gente que nos rodea, entre otros muchos temas. Cada asistente sacará otras muchas conclusiones y reflexiones, estoy segura.
‘Al final no voy a cenar‘, la última llamada
¿Es un thriller psicológico? ¿Un drama personal? ¿Una historia llena de humor negro y, quizás, surrealista? Sí, una amalgama de géneros que sin piedad se cruzan en otra hora de duración. Y está vez, vemos el tiempo correr y la tensión entre los silencios, la verborrea del par de protagonistas, interpretados por Daniel Rimón y Edgar Costas, y la comicidad que pide a gritos el disparatado argumento.
Un hombre, llámale X, se encuentra secuestrado por otro, llámale Y. Su única opción de salir de con vida allí es que alguien llame por teléfono y diga “Al final no voy a cenar”. En esta obra, el público se mete en el centro de un secuestro, a la vez que va conociendo muchas de las caras tanto del secuestrador como del secuestrado. El choque de ideas, deseos, miedos y de vidas es también el nuestro, sobre todo en los minutos finales, en los que ya no necesitamos saber más de ellos para esperar un cierre que nos lleve a más interrogantes.
Tengo la sensación de que nunca he visto un montaje de Carlos Zamarriego en el que me haya sentido cómoda en la butaca y creo que las razones pueden deberse a que no hay tiempo para lo innecesario, no hay héroes a los que agarrarme y la risa y la tensión están tan bien jugadas que suelen aparecer siempre para sorprenderme.
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